UN AÑO DESPUÉS, TU SONRISA SIGUE AQUÍ

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Cuando recuerdo aquel día me vienen a la cabeza imágenes que me hacen pensar en el guión de una película de esas en la que sabes desde el principio que las cosas no van a ir bien. Pero claro,  eso sólo sucede cuando eres un mero espectador tumbado en el sofá de casa. Se cumple hoy un año de aquella pesadilla. Algunas veces parece mentira y otras tan verdad que duele infinitamente.

A las ocho de la tarde ya estábamos listos para salir. Como cada año nos habíamos disfrazado para la cena de cumpleaños de mi hermana: capas negras, arañas, pelucas, uñas postizas, todo lo necesario para pasar un buen rato en familia.

Nuestros hijos estaban muy emocionados porque iban a ir al «fiestón del año». Habían comprado la entrada hacía bastante tiempo porque el DJ invitado era lo más. Rocío había llegado un rato antes, tan bonita y sonriente como siempre. Saldrían los tres juntos desde casa.

En uno de mis ires y venires por el pasillo les pregunté de pasada el nombre de la fiesta a la que iban a asistir. Una amiga mía iba a trabajar en una en la que la organización les había advertido que se esperaban más de 20.000 asistentes. Llegamos a la precipitada conclusión de que no se trataba del mismo evento.

Nos despedimos mientras escuchábamos sus risas al ver nuestro look final, nos preguntaban cómo teníamos el valor de ir así vestidos por la calle (ellos no se iban a disfrazar) y nosotros les explicábamos que una de las ventajas de cumplir años es que vas perdiendo la verguenza. Nos depedimos con el típico «Tened cuidado, no lleguéis muy tarde». Nada más.

Pasamos una velada estupenda. Cenamos por la plaza de Santa Ana. Deliciosas viandas, mejor compañía. Regalos, risas, cumpleaños feliz, brindis. Pasadas las cuatro de la madrugada volvíamos a casa por la A2, cuando a Patxi le llegó un mensaje. Conducía yo, así que lo leyó en el momento.

«Por favor, ayuda» , leyó Patxi en voz alta, con la cara desencajada… Es Carlos, dijo justo después. Creímos que el corazón se nos salía del pecho. Antes de llegar a casa ya habíamos logrado hablar con él. «Ya estoy fuera, tranquilos, ha habido una avalancha«. Cuelga. Vuelve a llamar, ¿Te vamos a recoger?¿Dónde nos esperas. «No, no,  ya estoy en el metro con mis amigos».

Llegamos a casa. Intentamos localizar al mayor para saber cómo están ellos. A las cinco nos manda un mensaje. «Estoy bien, no pasa nada. Carlos se ha ido«. Llega Carlos. Nos dormimos tranquilos.

No habría pasado más de una hora y media cuando nos despertó el sonido del teléfono. Era Miguel. No sabía exactamente qué había pasado, pero se habían llevado a Rocío al Hospital Clínico. Se habían separado. Ella se fue a la pista con sus amigas. No la había visto más. No había logrado encontrarla para volver a casa. Saltamos de la cama. Nos ponemos lo primero que encontramos. Aún en el coche, justo antes de llegar, suena de nuevo el teléfono:   «¡¡Está muerta, Rocío está muerta!!».

Primerísima hora de la mañana en la solitaria puerta de urgencias. Frío, silencio, incredulidad, desolación, vacío, angustia… no había nada que pudiésemos hacer para paliar aquel golpe. Llega un grupo de chavales que también estaba en la fiesta. Chicos y chicas que no entienden cómo es posible todo aquello, que buscan su mutuo consuelo. Sólo estamos nosotros en la puerta del hospital acompañados por dos coches de la policía nacional.  Unas chicas me cuentan que  no encuentran a otras dos de sus amigas, Cristina y Katia, no saben qué hacer. Hablo con uno de los policías.  Al cabo de unos minutos me llama en privado, me pide que no diga nada aún. No son buenas noticias.

Suena mi teléfono. Mi amiga envía un mensaje de grupo. Está destrozada. Parece que en la fiesta en la que trabajaba han muerto varias chicas. Al final, sí que era la de los 20.000.

No puedo ni llorar, es tan profunda la tristeza que se respira, tan duro el golpe, que los adultos estamos como paralizados. Miro a mi alrededor. Observo a aquellos chavales. Busco la mirada de nuestros hijos y sé que algo se ha roto dentro de ellos y que no será fácil de superar. Lamento profundamente que su encuentro con la muerte haya sido a edad tan temprana, que haya sido en esas circunstancias…

 Ahora, un año después, sigo viendo a esa niña preciosa sentada en casa, sonriéndome con sus grandes ojos y la siento como un ángel que nos cuida. Un año después, cada noche, cuando me voy a acostar y sé que nuestros hijos están seguros en sus camas doy gracias a Dios por tenerlos aquí, porque estén a salvo y pido que tengan fuerzas para superar el dolor y sanar sus heridas. Un año después pienso en las familias de esas cinco niñas que perdieron la vida e imagino el vacío e impotencia que deben sentir.

Un año después me avergüenzo cuando enciendo la televisión y veo todavía al tal «señor» Flores, defendiéndose como gato panza arriba y echándole la culpa a otro: el ayuntamiento, la policía,  la empresa de seguridad, los de las entradas, los  que se colaron… cualquiera vale.

No creo que nadie en este mundo, ni tan siquiera él,  esté interesado en matar a cinco niñas y en haber estado a punto de provocar una desgracia de incalculables dimensiones, pero por Dios, sea un hombre y acepte su responsabilidad.  Por AVARICIA, vendió más del doble de entradas que el aforo aprobado para el evento. Por AVARICIA, no se gastó el dinero que se tenía que gastar en seguridad y servicios de atención sanitaria. Por ganar más y más utilizó a chavales fácilmente manipulables, porque no son exigentes, porque no ven el peligro, porque casi todo les parece divertido y cuanta más gente haya en una fiesta, mejor.

Un año después, no sé dónde meterme cuando veo que desde el Ayuntamiento tampoco aceptan su responsabilidad por darle manga ancha a un «señor» nada fiable y creen que con el tiempo y algún que otro homenaje se nos olvidará su completa ineptitud. Y quiero pensar que fue por eso, por INEPTITUD, por lo que no comprobaron al 100% lo que iba a hacer el organizador y que la manipulación o el dinero no tuvieron nada que ver.

Un año después, en fin, estamos como siempre en este país, dándole al «pues anda que tú» y al «y tú más». Nadie pide disculpas, nadie acepta su responsabilidad, nadie hace nada por mejorar las cosas.  Y la justicia es lenta y tenemos la sensación de que  la INEPTITUD y la AVARICIA, dos de los pecados nacionales por excelencia,  van ganando otra vez la partida.

Por eso alzo la voz a través de este escrito para recordarlas con cariño, para abrazar a todos los que las querían y para consolar un poco nuestos doloridos corazones. Porque somos más los generosos, somos más la buena gente, porque somos más los responsables y los honrados, los que damos la cara cuando hacemos algo mal, los que ondeamos con orgullo la bandera de la honestidad. Y, sobre todo, porque no nos podemos dejar ganar por la absoluta carencia de ética que muestran instituciones y avaros. Los accidentes ocurren, sí, pero amontonar a jóvenes en una ratonera por dinero, consentir que por la codicia de unos pocos muera gente, es lo más bajo a lo que podemos llegar. ¿Qué le estamos enseñando a nuestros hijos?

Por eso hoy, niñas, en el primer aniversario de vuestra despedida, hago mía la frase de vuestros amigos y  «PLANTO VUESTRO RECUERDO MUY HONDO, PARA QUE FLOREZCA BIEN ALTO». Para que vuestra ausencia haga bajar la cabeza a los culpables y ponga en evidencia a los ineptos, para que nuestro cariño os llegue, estéis donde estéis.

Te queremos,  Rocío, tu sonrisa sigue con nosotros.

 

 

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