LO MEJOR ES ENEMIGO DE LO BUENO

A veces los fiascos juveniles nos marcan para los restos

A veces los fiascos juveniles nos marcan para los restos

Dado que mi blog es una especie de confesionario o de terapia semanal, hoy quiero reflexionar sobre  uno de mis mayores enemigos a lo largo de los años: el perfeccionismo excesivo.

Habitualmente este adjetivo es usado para expresar una virtud. Cuando decimos que alguien es perfeccionista queremos decir que no es un dejado, que cuida hasta el más mínimo detalle de todo lo que hace, que podemos estar seguros de que algo que dejemos en sus manos va a ser llevado a término con todas las garantías de calidad… aunque posiblemente no de velocidad.

No me malinterpretéis, por supuesto que, a priori, el perfeccionismo es digno de alabanza. No cabe duda de que es una maldición tener que trabajar o convivir con personas poco exigentes consigo mismas y con su trabajo. Con aquellos que por salir del atolladero hacen cualquier cosa que luego otro tiene que venir a arreglar. Y sí, son muchos los chapuceros diplomados con los que te encuentras en la vida profesional y personal, es verdad. Pero el perfeccionismo excesivo también puede ser una maldición, sobre todo para el que la sufre e intenta rebelarse contra ella.

Como dice la sabiduría popular, en el punto medio está la virtud,  y eso es lo que deberíamos perseguir. Porque vamos a ver, ¿cuántas veces no es el miedo al fracaso, el pavor al ridículo, el que nos hace ser excesivamente perfeccionistas? ¿Cuántas veces le hemos dado  vueltas una y otra vez la misma idea hasta que finalmente la desechamos sin hacer nada al respecto? Nos encanta decir que es porque hemos llegado a la conclusión de que no merecía la pena, pero la pura verdad es que la mayoría de las veces por miedo a fallar, por miedo a que las cosas no salgan tal y como hemos imaginado más de un millón de veces.

Y esto te persigue desde pequeño, es una cualidad/defecto que te machaca desde la más tierna infancia, por genes, por experiencia o por ambas. Por esos miedos absurdos nunca me apunté a guitarra o a música, porque ¿y si lo hacía mal? ¿Y si se reían de mí? Ambas cosas seguramente hubiesen sucedido porque hoy sé  a ciencia cierta que, muy a mi pesar, el Señor no me llamó por el camino de las corcheas y semicorcheas, pero al menos lo hubiese intentado, lo hubiese disfrutado y quizá hasta habría aprendido a entonar y a tocar la bamba. No todos tenemos que ser reyes del rock.

Pero esto es más dramático  cuando afecta a algo en lo que tienes una mediana capacidad. Una vez, teniendo unos doce años, me presenté a un concurso de redacción y poesía de El Corte Inglés. El colegio mandaba los escritos. Recuerdo que hice un trabajo supercursi pensando en algo que les impactara, que fuera perfecto en mi mundo de niña, algo que no pudiera fallar. Esperé y esperé, y cada vez que veía un camión con el familiar triángulo verde cerca de mi casa el corazón me daba un vuelco: el premio era una vespino  casi igual que la de mi amiga Sole (mi mayor sueño desde entonces hasta los 16).

Y ¿que ocurrió? NADA. No gané. Ni tan siquiera me dieron uno de esos «accesits» con los que luego obligaban a comprar una enciclopedia a los padres cuando, orgullosos,  iban a recoger el diplomilla de su cachorro. Ese fracaso ha marcado mis siguientes 36 años, lo reconozco… y eso que fue un fracaso silencioso. Yo creo que ni mis padres se enteraron,  pero para mí ha sido una espinita clavada todo este tiempo. Por ejemplo,  nunca he participado en otro concurso, nunca, hasta este blog, he escrito algo que no fuera por encargo profesional… Vamos, que inconscientemente no he querido enfrentarme más a esa sensación y   he sido una cobardica en ese campo. Y ¿ha merecido la pena? Pues no.

En fin, a lo que voy, que los que a veces nos catalogamos de perfeccionistas, es cierto que lo somos, y que nos gusta el trabajo bien hecho, pero también es verdad que sufrimos de un terrible miedo al fracaso. Y de ese miedo al fracaso es de algo de lo que nos debemos deshacer sin más dilación y sobre todo en el momento de reinvención en el que nos encontramos muchos de nosotros.

Por ejemplo, ¿de qué nos vale reflexionar y encontrar nuestra vocación, o al menos una de ellas, si luego no nos atrevemos a hacer nada al respecto? ¿De qué nos vale tener una idea estupenda sobre un negocio si luego somos incapaces de ponerla en práctica o de dar pasos efectivos para hacerla realidad? No digo que haya que ser un inconsciente, ni mucho menos, pero no podemos estar perpetuamente buscando el momento adecuado y perfecto para hacer algo. Nos tenemos que mentalizar de que el momento perfecto no existe. Siempre habrá factores en contra. Nunca estaremos lo suficientemente preparados, siempre habrá algo más que se pueda hacer para mejorar, algo más que podamos aprender, un nuevo análisis que llevar a cabo, un nuevo consejo que pedir. Siguiendo esa línea de perfeccionismo enfermizo, ningún autor hubiese puesto el punto final a un libro, ningún pintor hubiese dado por acabado un cuadro o un músico grabado un disco, porque todo es mejorable, cualquier proyecto admite una vuelta más.

Nos tenemos que poner un límite real, una frontera que separe el trabajo bien hecho de la pura obsesión y del vértigo al suspenso. Por mucho que nos hayamos esforzado las cosas pueden no salir bien, la vida es así,  pero no hay que avergonzarse por haber fracasado en algo. De hecho dicen que es saludable mostrarlo, compartirlo con el mundo y no esconderlo con verguenza debajo de la alfombra. Ese fracaso pasa a formar parte de nuestro bagaje personal y nos revaloriza, nos hace más ricos e interesantes y encima nuestra experiencia puede ayudar a otros. En otras culturas eso está muy valorado, algo que por desgracia no ocurre en la nuestra, en la que un mal entendido orgullo hispánico nos impide reconocer los errores y, menos aún, incluirlos en nuestro curriculum.

Si hacemos una lista con los personajes que más admiramos, seguramente nos demos cuenta de que la mayoría ha fracasado más de una vez, pero ha logrado sobreponerse, levantarse y volver a empezar y eso es lo que nos maravilla. Al meditar sobre todo esto me doy cuenta de que creo de verdad que el único fracaso intolerable es la inmovilidad porque, al igual que no valoras de verdad el amor si nunca has sufrido desamor,  una vida sin fracasos posiblemente suponga una vida sin éxitos personales de los que sentirte orgulloso.

Así que, ¡perfeccionistas del mundo, uníos a mí!, reconozcamos nuestros defectillos y pánicos varios y busquemos el punto medio que nos haga disfrutar y que nos permita llevar a cabo los proyectos más diversos (desde aprender a bailar hasta abrir un negocio). Porque, ¿cuántas veces no te has enfadado contigo mismo cuando ves que otro hace sin pudor y con cierto éxito  algo que tú sabes que puedes hacer mejor pero no te atreves?

Como sabéis me encantan los dichos y refranes varios y os invito a meditar sobre algo que siempre se ha dicho en casa:  «lo mejor es enemigo de lo bueno», y es que a veces de tanto darle vueltas a las cosas para que sean perfectas, éstas terminan perdiendo su gracia y frescura. Y pasando del refrán castizo al anglicismo de autoayuda de turno que también nos vale «Now or Never!» … lo que viene a querer decir en nuestro idioma «¡ponte las pilas, coño, y hazlo ya!» .

Yo, asumiendo humildemente lo que tengo encima, tomo nota y me pongo a ello una vez más, que esto de volver a empezar da una trabajera que no veas.

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